HAY LEYENDAS CURIOSAS (tanto como ingenuas) que excitan la imaginación de quienes gustan de caminar por los senderos montaraces de nuestra sierra. Una de las más interesantes, es sin duda la que nos habla del senescal templario Hugo de Marignac, que muchos ya conocen, y que resumiremos para quien aún no tenga constancia de ella.
Pero primero ubiquemos el lugar de hechos, al que nos dirigimos, que está a caballo entre las actuales provincias de Madrid y Segovia, dentro del trazado de la vieja calzada romana que sube y corona el puerto de la Fuenfría y que venía de Cartago Nova, pasando por Libisosa (Lezuza, cerca de Albacete), Titulcia y Miacum.
El Sistema Central, y en especial el macizo del Guadarrama, siempre han sido una barrera a superar para establecer comunicaciones entre ambas mesetas del centro de Iberia. En concreto el puerto citado, duro y áspero, se interpuso entre Felipe II y uno de los cazaderos más queridos por los distintos monarcas que le precedieron, Valsaín. Así que decidió restaurar el viejo pabellón de caza de los Trastamara y convertirlo en palacio. Corría el año de 1556.
Quien conozca la zona, puede imaginar que el camino desde la corte hasta el lugar, a partir de 1561, momento en que Madrid pasó a ser la capital del reino (incluido su circuito estacional Escorial-Aranjuez), era realmente penoso. En muchos días de invierno, con las nevadas, del todo impracticable. Había que alojarse obligatoriamente en una venta situada cerca de la «muy fría fuente», hoy desaparecido su pilón, lugar de encuentro con arrieros y otras gentes tenidas por vulgares. Más curtidas a los vientos gélidos que soplan desde los Siete Picos o el Montón de Trigo que los nobles.
Por esta razón, el «rey prudente», muy aficionado a arquitecturas varias, encargó a uno de sus secretarios, Francisco de Eraso, edificar un refugio en los alrededores, junto al camino descendente hacia La Granja, en el lugar donde además se juntaban las dos Castillas. Y esté contrató a Hernán García, para que en 1565, se le dieran «… las carretas y carros necesarios para la casa de la Fuenfría…».
Se cuenta que el empeño estaba bien justificado, sobre todo tras el lamentable espectáculo que significó a ver a la reina Isabel de Valois embarazada, cruzando por aquella breñas en el mes de mayo, alojándose en las humildes casas de los serranos. Aunque no pudo hacer uso del nuevo edificio hasta 1571, cuando Gaspar de Vega lo terminó.
Eraso fue a partir de entonces el administrador del lugar, y le dio su nombre, Casa de Eraso, que luego sería a su muerte Casa Eraso, y finalmente Casarás, creando un lío al mismísimo Pascual Madoz cuando, ya en ruinas, lo vio y constató que así le llamaban los monteros de su tiempo, atribuyéndole el haber sido convento (cosa que nunca fue).
En los elementos arquitectónicos del edificio, recogidos por el pintor aragonés Jusepe Leonardo de Chavacier en una de sus obras, año 1639, se aprecian elementos comunes con diversos edificios herrerianos, como la disposición de los tejados. Esta, había sido del agrado de Felipe II, a imitación de los que conoció en su estancia en Flandes. Bajo la pizarra, se adivina una estructura sólida de vigas de madera que, según Juan Gómez de Mora «era de las mejores de España», debido claramente a su situación en un mangnífico pinar, donde los materiales estaban a mano. En la misma pintura citada, aparece una ermita cercana, que fue dedicada a Nuestra Señora de los Remedios, imagen que con el tiempo terminó en el pueblo de Revenga, a los pies de la montaña conocida como La mujer muerta.
En una ocasión pasó por el refugio el ayudante de Felipe II y relator Jean de l’Hermite, un flamenco ilustre que nos da cuenta de su estancia allí camino de Tarazona acompañando a su señor.
La fuente de la Fuenfría. JI Cuesta.
Fueron doscientos años más o menos de prestar servicio a los monarcas españoles, sirviendo también como «casa de la nieve» para suministrar a Valsaín, y luego a La Granja. Hasta que Juan de Villanueva, comisionado por Carlos III, trazó una ruta más cómoda por el puerto de Navacerrada. A partir de entonces comenzó su decadencia, abandono y posterior ruina, con los consiguientes saqueos y desmantelamiento. De tal modo que quedó convertida en unas ruinas románticas que, en los inviernos, cubiertas de nieve, sirvieron a la imaginación de un creador de ficciones, para recrear el personaje de Hugo de Marignac.
El personaje es Jesús de Aragón, y su relato, La sombra blanca de Casarás, en los que se mezclan estas ruinas con una serie de túneles que horadan los subsuelos del pinar, en donde sitúa el fantasma del supuesto caballero templario, presa de su condenación eterna.
La leyenda, a groso modo, nos habla de que era conocedor del escondite de uno de los tesoros del Temple, que fueron protegidos tras su disolución. Enamorado de una dama de la reina castellana, que andaba entonces en Valsaín, ofreció su secreto a un brujo de la zona para que consiguiera sus favores. El rito del hechicero, consistiría en una especie de vudú, donde habría de introducir su espada en una figura que representaba a la pretendida. Una vez realizado, exigió su pago, y al negarse el senescal, aquel le anunció que acababa de matar a la mujer atravesándole el corazón. Inmediatamente fue decapitado, y nuestro caballero pasó a ser un fantasma que sigue rondando bosques y túneles de la zona (a decir de algún hachero).
Tenía el autor de esta leyenda buenas razones, y lugares donde inspirarse. Al parecer sí que existen, desde luego, las ruinas de la Casa Eraso, el supuesto Convento de Casarás; pero también una serie de túneles en Valsaín que sirvieron al efecto y que, al parecer, o se hundieron, o fueron tapiados por su peligro. Algunos incluso partían de los sótanos del palacio de Valsaín. Todo presidido por uno de los bosques más mágicos del Guadarrama, bajo los pies de las grandes moles centrales, como el Peñalara o los que ya hemos ido citando. Un lujo para los serranos que tienen el privilegio de poder acercarse a estos sitios, aunque no lo hagan a menudo.
Yo tuve ese privilegio siendo muy joven. Era un día duro de invierno, con una fuerte ventisca que había tupido la sierra con su blanco y vaporoso manto de nieves y brumas. El frío era intenso, y se trataba de llegar hasta este punto, parte de la que se llamaría Carretera de la República o Carretera Puricelli, comenzada en tiempos de Miguel Primo de Rivera. Un día peligroso para inexpertos. Afortunadamente, y a pesar de nuestra juventud, sabíamos cómo bandearnos en aquello.
Conseguimos, a pesar de las dificultades, llegar hasta allí, y contemplar bajo la nieve lo que entonces, 1970, quedaba de la Casa Eraso. A la vuelta nos alertaron unos gritos desgarrados procedentes del Montón de Trigo. Íbamos realmente ateridos, pero no dudamos en prestar auxilio a un grupo de chicos y chicas que irresponsablemente andaban por allí sin conciencia del peligro que corrían. Una de las muchachas estaba con un fuerte ataque de histeria. La aventura acabó cuando les dejamos, aunque empapados, enteros en la estación de Cercedilla, ya más tranquilos.
A pesar del tiempo transcurrido, jamás olvidaré la impresión que me causaron aquel montón de piedras y rejas que aún quedaban allí, ornadas por las nieves y los hielos. He paseado en sueños por ellas en muchas ocasiones, como un nuevo Hugo de Marignac onírico. Y es que el lugar lo merece, por su misterio y su belleza, independientemente de otros considerandos legendarios.
No quisiera despedirme sin recomendar la visita del lugar en tiempo estable, y recordar a quienes venían conmigo en aquella ocasión. Eran buenos compañeros de aventuras por los montes madrileños. Fuimos conociendo juntos numerosos rincones que poco a poco fueron modelando nuestro gusto estético, nuestra personalidad, y nuestro amor a la naturaleza.
Juan Ignacio Cuesta Millán